Arriba el cielo plomizo de estos días invernales; abajo, hileras de zapatos relucientes. El trapo, el betún, la cera y el arte de los lustrabotas de la plaza De la Libertad le devuelven el brillo a una ciudad que, poco a poco, recupera el ritmo y la vitalidad, tras estos años de cuarentenas, aislamiento social y distanciamiento físico.

Los más veteranos están hace medio siglo pasando el cepillo y la tela encerados a los calzados de los trabajadores del centro de Asunción. Evocan épocas gloriosas en que calzar unas botas o zapatos brillantes era casi una condición para ingresar a las oficinas de los entes públicos.

Esa costumbre –dicen– se perdió. La decadencia empezó hace ya un tiempo, pero no fue sino hasta hace poco –con la irrupción de la pandemia del Covid-19- que sintieron de refilón el tiro del final.

Los primeros meses pandémicos –de marzo a mayo de 2020– fueron los más duros. Ni un alma en las calles y menos en las plazas céntricas, que siempre solían estar atiborradas de gente. Hasta las palomas se habían quedado sin su ración, consistente en migajas de chipa o pan que picoteaban de los transeúntes o del algún incauto.

Las deshabitadas casillas de los lustrabotas, de los puestos de venta de ropas, bijouteries y artículos en general completaban entonces el paisaje desolado de la ciudad.

¿De qué vivieron en ese tiempo? De las ollas populares y de alguna que otra changa ocasional. Otros consiguieron Pytyvõ que apenas cubría lo básico para no perecer.

“Fue muy difícil”, rebobina José Ocampos, mientras repara sentado el taco de una bota de dama. De haber pasado varios meses de inactividad, ahora casi no le queda tiempo para hablar tanto.

Doblado sobre su objeto de trabajo, intenta no perder la concentración en su faena de pegar, moldear y casi esculpir –con unas diminutas herramientas– la base del calzado.

Los oficinistas del centro capitalino son quienes suelen dejar sus zapatos temprano y la mayoría pide que estén reparados al término de la jornada laboral.

Sus ojos verdes no le impiden que tenga vergüenza a los flashes. No quiere que se descomponga la cámara, lanza con humor cáustico. Desde los siete años –dice– trabaja en las calles asuncenas. De modo que conoce de memoria, como los trazos de la palma de su mano, los rincones del microcentro.

Víctor Quiñónez, otro antiguo lustrabotas-zapatero, observa cómo ya casi la gente no se junta en las plazas, como antes de la pandemia, formando el sempiterno círculo en torno al tereré. Los bancos están vacíos o están ocupados por una sola persona. Excepcionalmente se ve a grupos de gente en algunas de las cuatro plazas ubicadas en el corazón de la Capital.

“Antes no descansábamos acá, toda la hora trabajábamos. No había descanso: Bajaba uno, subía otro”, recuerda al señalar el pedestal del casillero, de cuyo extremo cuelga una pequeña radio que rebota ritmo de cumbia a los peatones que pasan con paso acelerado casi sin levantar la mirada.

 

Hoy, hay más zapatos para reparar que para lustrar

José, a sus 57 años de edad, sigue resistiendo en este oficio. Suscribe que de a poco están recuperando la energía de ganarse el pan diario reparando y devolviéndoles el brillo a los zapatos de la gente. “Antes venía más gente para lustrar sus zapatos, ahora son pocos, perdieron esa costumbre”, cuenta mientras arregla uno de los varios calzados que le dejaron clientes ocasionales, quienes retiran en el día, al salir de la oficina, o en la semana.

 

Artistas de lo efímero: Están solos rodeados de gente

De haber sido medio centenar en otros tiempos, hoy no pasan de 17 los lustrabotas-zapateros de la plaza De la Libertad. De haber vivido épocas en las que casi sin descanso sacaban lustre a las botas, hoy se hacen largas las horas a la espera de algún cliente. La técnica de este oficio callejero raya lo artístico, que muere con el polvo de los días o por el implacable paso del tiempo. Pasan más ratos solos, aunque en medio del murmullo de la ciudad.

 

“Con este trabajo les hice estudiar a todas mis hijas”

Víctor (53) desde 1987 trabaja en la plaza. “Con este trabajo les hice estudiar a todas mis hijas: Una es contadora, otra es ingeniera y otra, profesora en sicología”, comenta orgulloso.

Por más de que “a veces está difícil” y hace nada o poco, no cambia por ningún otro trabajo este oficio en la plaza, donde el ambiente “es más tranquilo”. Además, puede tomar tereré, escuchar música y se entretiene viendo a la gente que va y viene.

Por Admins

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