Roland Fosso (36 años) cruzó la valla de Melilla en mayo de 2005. Lo logró en su quinto intento. Habían pasado dos años, siete meses y dieciocho días desde que partió de la casa de su padre en Bamenda, al noroeste de Camerún, y atravesó 12 países hasta llegar a España. “La muerte de mi madre fue determinante: fue como perder un brazo, uno que todavía sigo buscando”, explica Fosso sobre los motivos de su partida. Unos minutos después de la entrevista volverá a contar su historia ante un auditorio lleno de chavales que viven en La Masia del F.C. Barcelona, el equipo de su vida. Lo han invitado para dar una charla formativa bajo el título El deporte como medio para la integración social, una de las actividades del club por el Mes Europeo de la Diversidad. “El fútbol me abrió las puertas para relacionarme cuando no hablaba ni el idioma”, defiende. En concreto, fue cuando empezó a jugar en el F.C. Casablanca, de Sant Boi de Llobregat (Barcelona). Pero esto será el final de la historia.

Cuando tenía 16 años, unos amigos lo convencieron para marcharse a Europa. Cogió sus ahorros y se puso camino de Chad, con destino a las costas del Mediterráneo; pero una guerra en el norte del país lo hizo volver sobre sus pasos. Cruzó Nigeria y luego Níger. “Ahí me robaron todo el dinero”, recuerda Fosso, que debió ganarse la vida como soldador o recolector de fruta antes de intentar su primer viaje a Europa, en avión, a través de Costa de Marfil. Pronto descubrió que en este último país lo habían estafado: los documentos que había conseguido eran falsos y las autoridades marfileñas lo metieron en un calabozo durante dos semanas. “Luego me dieron 48 horas para abandonar el país”, agrega Fosso, que decidió marchar con dirección a Libia.

Su objetivo era tocar costas africanas para de alguna manera alcanzar territorio europeo. Con 26 compañeros consiguieron un 4×4 para cruzar el desierto del Sahara; aunque el viaje se complicó: “Llegamos 11″, recuerda.

— ¿Qué les pasó a sus compañeros?

— Algunos murieron por picaduras de serpiente, otros de hambre, de sed o fatiga. Yo enterré a 15 en el desierto. A uno lo mataron los tuaregs.

Se refiere al pueblo bereber históricamente nómada extendido por diferentes países africanos, aquellos que abarcan el desierto del Sáhara. Aquí el relato se suspende unos segundos. Fosso observa la sala: los menores que lo escuchan hace tiempo que han dejado el móvil, los susurros cómplices. Cuando Fosso habla, el resto es silencio. Entonces matiza: “No quiero decir que los tuaregs sean malas personas; pero los que nos encontramos sí lo eran. A mi compañero lo mataron por un poco de dinero”. Lo que sigue no lo dirá frente a los menores, sino antes, durante la entrevista: esas personas también los tomaron como esclavos.

Durante seis meses su trabajo fue llevar camellos al oasis para buscar agua. “Tenía que hacerlo porque nos daban algo de comer: un vaso de leche y un trocito de pan”, recuerda Fosso. Fue una mujer tuareg la que los ayudó a escapar durante la noche, guiada, como todos en el desierto, por la luz de las estrellas.

Gracias a ella alcanzaron costas libias, donde Fosso pagó 1.200 euros en su segundo intento de llegar a Europa, esta vez en un cayuco. 250 personas llevaba encima la embarcación. A 20 de ellos, incluido Fosso, no les dejaron subir. Luego volverá a pensar en todas las personas a las que no ha podido enterrar: aquel cayuco naufragó antes de llegar a Lampedusa (Italia), y las 250 personas se ahogaron en el trayecto. “El Mar Mediterráneo y el desierto del Sáhara son los cementerios más grandes que he visto en mi vida”, medita el camerunés.

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Fue en esas horas oscuras que le hablaron de la valla de Melilla. En este punto la historia se acelera. En apenas unos meses, y tras saltar la verja con devoluciones en caliente y golpes de las fuerzas policiales a ambos lados de la frontera, unos que le han dejado marcas en el cuerpo, pasa de la ciudad autónoma a Málaga, y de ahí a Barcelona. Un amigo tenía un espacio para él en una chabola cerca del puente de Calatrava, entre los distritos de Sant Andreu y Sant Martí, donde vivió cuatro meses. “Había llegado a Barcelona con 15 euros en el bolsillo. ¿Sabes la felicidad que sentí la primera vez que vi el Arc de Triomf? Había cumplido mi objetivo”, matiza con satisfacción.

La noche en La Masia cobró un aura diferente. Ese mismo día, Fosso había conocido a otro joven, 10 años menor que él, que también había emprendido el gran viaje. En su caso fue desde Malí. No habían pasado ni cinco horas desde que se saludaron por primera vez y Tchacka Doumbia (26) ya llamaba a Fosso “hermano mayor”. La sintonía era absoluta. La conversación entre ambos, moderada por el periodista Lu Martín, mantuvo la mirada atenta de los jóvenes, futuros jugadores de baloncesto, balonmano o fútbol.

Rolland Fosso de 37 años explica su viaje por África para llegar a Europa desde Camerún a los residentes de La Masía del F.C. Barcelona.
Rolland Fosso de 37 años explica su viaje por África para llegar a Europa desde Camerún a los residentes de La Masía del F.C. Barcelona.
KIKE RINCON (EL PAÍS)
Cuando estaba en la chabola, una compatriota le habló a Fosso de Sant Boi, el municipio que cambió su vida. Roland Fosso, que ahora trabaja ayudando migrantes en la Fundación Putxet de Barcelona, escribió un libro (La última frontera) contando su experiencia, y ha participado en un documental sobre la integración que ha llegado al festival de Cannes. De vez en cuando vuelve a su pueblo en Camerún: está montando una biblioteca con libros en español, un idioma que ahora domina. “¿Si los niños ya saben inglés y francés, por qué no pueden aprender un nuevo idioma?”, se preguntará durante la entrevista. El momento determinante fue cuando empezó a jugar en el F.C. Casablanca de Sant Boi, cuando encontró a aquellos que serían como su familia. “Ellos me acogieron”, recuerda.

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